‘El Viaje de Copperpot’ y ‘El Cor de la Ciutat’, o cómo envejecer bien

17 setembre, 2020

En estos primeros quince días de septiembre ha tenido lugar un doble aniversario. Hemos celebrado los 20 años de la presentación del álbum ‘El viaje de Copperpot’ y también del estreno en la televisión pública catalana de ‘El Cor de la Ciutat’. Ambas celebraciones ponen a buena parte de mi generación frente al espejo y, con más o menos entusiasmo, debemos reconocer que ahora los años pasan también para nosotros.

Lejos de querer profundizar más en el síndrome de Peter Pan que cada uno de los ‘millenials’ podamos tener, que cada palo aguante su vela, esta efeméride me ha servido para reflexionar sobre cómo han cambiado en 20 años los hábitos y el consumo cultural.

Recuerdo perfectamente cómo con diez años en mi familia habíamos comprado el álbum de La Oreja de Van Gogh y que pasó mucho tiempo en el reproductor, supongo que hasta adquiriríamos otro nuevo en unos meses. El álbum se reproducía una y otra vez y al final nos sabíamos todas las canciones de memoria. El margen de discusión en casa se reducía sólo a cuál de las 13 canciones sonaba, puesto que cambiar de cantante no era una opción. ‘El Cor de la Ciutat’ fue la serie estrella de los mediodías de TV3 durante nueve temporadas. Empezó cuando yo tenía 10 años y termino a mis 19. La serie se emitió prácticamente una tercera parte de mi vida, que no es poco. Sobre esto tampoco había muchas discusiones: los canales eran limitados y sólo teníamos la televisión que nos llegaba a través de la antena convencional, con lo que la oferta era más que limitada.

No sabíamos que teníamos poco y éramos felices.

Estas vacaciones me he escapado con mis cuatro sobrinos preadolescentes un par de noches y puedo confirmar algo que podía intuir: su generación, con 11 y 14 años, se aproxima al consumo cultural de un modo completamente distinto al de mi generación a los 11 y 14 años. Durante el viaje en coche exprimieron mi cuenta de Spotify con artistas de todo el mundo y sin apenas dejar terminar las canciones y una de las noches eligieron una película de entre el enorme catálogo de Netflix con total normalidad.

La democratización de los medios de producción culturales ha abierto la puerta a que muchos artistas puedan encontrar formas de crear sin tener que pasar por el filtro de las grandes compañías discográficas, lo que resulta una excelente noticia en términos de creación artística. Internet y las grandes plataformas musicales se han encargado de traer a todos nuestros dispositivos, fijos o móviles, mucha más música, películas y series de las que podríamos ver en 20 vidas, lo que resulta también una excelente noticia en términos de consumo cultural.

Fruto de esta enorme oferta y su accesibilidad, hace unos años se popularizó el concepto inglés binging (que significa mirar series o películas de forma compulsiva). Según un informe publicado por ARRIS, el 80% de los encuestados consume series de forma compulsiva y de éstos el 14% afirma hacerlo a diario. Me pregunto cuántas de las series o de los álbumes que consumimos hoy serán recordados dentro de veinte años como lo son para muchos los dos productos culturales ya descritos.

Mi intuición me dice que va a ser imposible que un producto estrenado en 2020 aguante el paso del tiempo y la gente lo recuerde como recordamos muchos ‘El Cor de la Ciutat’. El elemento más preocupante es que si no supera esta prueba nada tiene que ver con la calidad del producto sino que me parece más bien imputable a la falta de atención de aquellos que consumimos cultura de forma compulsiva. Terminamos una película o una serie ansiosos para empezar otra nueva.

En este océano de ‘inputs’ que recibimos creo que va a ser imperativo encontrar la manera de parar un poco, de buscar la lentitud, no en el sentido de ir o ser lentos sino inspirados por la definición que Carl Honore nos regala en ‘Elogio de la lentitud’ sobre ser lento, que es cuando la calidad prima sobre la cantidad. Honore asumió, y así lo empiezo a ver yo también, que esa lentitud es necesaria para establecer relaciones verdaderas y significativas con el prójimo, la cultura, el trabajo, la alimentación… Esto no quería ser un texto nostálgico pero, como dijo el poeta: “¡Ay, el tiempo!” Ya todo se comprende.

 

 

 

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