Con la celebración de los Goya y el debate de presupuestos en Catalunya se ha reabierto el eterno debate sobre la financiación del sector cultural que, como es sabido, deja mucho que desear a todos los niveles administrativos. Es conocida por todos la cifra de 30€ por catalán que se invierten en el sector frente a los 90€ que invierte por habitante Polonia, los 200€ de Francia o los 800€ invertidos en cultura por cada uno de los habitantes de Suecia en su país.
Es evidente que las distintas administraciones deben hacer un esfuerzo para corregir dichas políticas y demostrar apoyo al sector cultural, también, con recursos económicos. Para complementar las inversiones públicas en cultura, y en ningún caso para sustituirlas, algunos defendemos la aprobación de una ley de mecenazgo que permita al sector encontrar recursos también en organizaciones privadas con voluntad de apoyar al sector o otros sectores estratégicos. Hay distintas maneras de abordar el tema pero tendría que ser un deber del legislador facilitar las dinámicas propias de un sector que sufre desde hace muchos años y buscar las fórmulas para incentivar las inversiones privadas en el sector cultural. Este debate nos vincula directamente, como no podría ser de otra forma, con un debate sobre distintos modelos de sociedad. Aquellos que defendemos las colaboraciones público-privadas nos encontramos de frente con aquellos que insisten en la idea de controlarlo todo desde una perspectiva exclusivamente pública.
Esta necesidad de combatir la colaboración privada en general, pero especialmente en el ámbito cultural, la hemos revivido esta semana en Barcelona después de las declaraciones del gobierno municipal donde rechazaban la creación de una sucursal del museo Hermitage, con ganas de instalar en Barcelona un proyecto cultural con obras de primer nivel empezando por el mismo edificio contenedor que se encargó al prestigioso arquitecto Toyo Ito.
Dicha iniciativa privada no convenció al gobierno municipal, justamente por privada, que ha invertido importantes esfuerzos en cuestionar dicho proyecto por boca de la concejal de Urbanismo, Janet Sanz, con distintas excusas y después rematado por el concejal de Ciutat Vella. Con el argumento de que el proyecto no era culturalmente interesante para la ciudad, Jordi Rabassa demuestra que la voluntad del gobierno no es otra que la de dificultar la instalación del museo en la ciudad. Hay que ser muy valiente para considerar que un proyecto de estas características no es beneficioso para todo el tejido cultural de la ciudad, pero además hay que ser temerario si dicha afirmación se hace sin presentar una contrapropuesta sobre cuál es el modelo cultural que se quiere para la ciudad. No es ningún secreto que el proyecto es privado y que responde a unos intereses comerciales, pero esto no es incompatible con que sea beneficioso para la ciudad y su gente, en realidad ésta es lo que convierte el proyecto en interesante.
En una ciudad como Barcelona donde, según cifras del mismo ayuntamiento, tres de cada cuatro visitantes de los museos de la ciudad son de fuera de Catalunya, la mejora de la oferta con la incorporación del museo Hermitage puede mejorar el tejido cultural existente de la ciudad y mejorar su entorno, como bien saben en Bilbao con el Guggenheim o en Málaga con el Pompidou.
Hay algunas preguntas que el gobierno municipal deberá responder especialmente si el proyecto finalmente se instala en algunas de las ciudades que ya han demostrado interés en él. ¿En qué perjudica un equipamiento como el Hermitage a lo ya existente en la ciudad? ¿En qué es incompatible este proyecto con el modelo cultural del gobierno? Sobre todo, ¿cuál es el proyecto cultural del Gobierno? ¿Si finalmente Hermitage decide instalarse en otra ciudad, podría considerarse un éxito del gobierno municipal?